Un nuevo relato de Luciana Salvador Serradell, inspirado por las sombras de la depresión.

Carmela necesita volver a cazar estrellas

«Al final del día Carmela se sienta en el borde de la cama. No enciende las luces, tampoco lee. A oscuras fuma un cigarrillo. Demasiado tranquila, demasiado quieta. No hay ningún ruido en la habitación, tampoco en la calle. Los cuadernos están cerrados y los álbumes de fotografías apilados en algún lado. No hay bienvenidos, ni una cuota de vida loca. Tampoco billetes de la lotería, ni copas, ni pasajes de avión. Mucho menos magia, eso ya se evaporó hace tiempo porque ahora solo sobrevive en un cementerio de sueños.

Sobrevive en este silencio que es total, silencio por dentro y por fuera. Tampoco hay ecos. Ni siquiera reza. Nada de nada suena en la vida de Carmela, por eso se apaga inalterablemente todos los días a las ocho de la noche. A las ocho, sin más.

Se queda quieta, quieta como un cadáver aunque haya sol, llueva manzanas o de la tierra broten muñecas. Si apenas mira hacia el cielo cuando cierra la ventana de su habitación, hace tiempo que dejó de pedir deseos. Un deseo audaz a todas esas estrellas que dejó pasar por apoyar demasiado temprano la cabeza en la almohada. Por no animarse a quererse un poco más.

Un poquito más le hubiese alcanzado porque Carmela se está apagando antes de cuenta, se apaga detrás de esos ojos que desprenden tristeza. Aburridos, consumidos. Está vacía a no ser por el humo del cigarrillo que ahora aspira. Y eso que solo tiene setenta año, un auto nuevo y casa con piscina. Dos hijas y un ex esposo. Y también cuentas pendientes. Esa lista de cuentas pendientes para con ella que no salda. Que tiene miedo de sacar de la mesita de noche, encender la luz y leerlas en voz alta. Gritarla a los cuatro vientos y que se le acelere el pulso.

Entonces por pavor a las consecuencias ella y nada más que ella, decide apagarse a las ocho. Ella se lo hace en ese cementerio que edificó para dar lástima. Se vacía llenando con amargura cualquier posibilidad de felicidad.

No se permite ser feliz, disfrutar de las pequeñas cosas y de las grandes metas, aunque sea una a la vez pero siempre a paso firme.

No asume con ánimo la única responsabilidad que lo cambiaría todo. Ese maldito compromiso al que le tiene miedo, tanto miedo. El compromiso a jugársela por la felicidad. Un todo a todo con ella misma.

Feliz, volverse feliz hasta el punto de no tener más ganas de dormir. Feliz aunque sea un mero estado de ánimo pasajero. Feliz fumándose ese cigarrillo observando las estrellas, lo haría entonces sin tragarse el humo después de pedir ese deseo.»

Si quieres leer más relatos de Luciana Salvador Serradell los encontrarás en su blog www.bosquedeluciernagas.blogspot.com

 

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